Hospital La Caleta - Chimbote

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Historia narrada por el primer director del Hospital La Caleta

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Dr. Carlos Quiróz Salinas, foto internet
Fui testigo de excepción desde los inicios de su construcción y, luego, por haberlo puesto en funcionamiento, ya que he sido su primer Director. Escribo estas líneas evocativas no sólo porque marcaron un hito en mi vida profesional y familiar; sino, sobre todo, porque es un hospital con historia, aún insuficientemente conocida.

A partir de la década del 40, el gobierno decidió desarrollar la cuenca del río Santa, mediante la constitución de la Corporación Peruana del Santa, a semejanza de la Tennesse Valley Authorization de los Estados Unidos de América. La idea original consistió en el desarrollo de la industria siderúrgica con la construcción de la Central Hidroeléctrica del Cañón del Pato y la utilización de las minas de carbón de La Galgada.

Para concretar dicha idea se iniciaron las obras de construcción del muelle carbonero, de La Caleta, los Altos Hornos y demás instalaciones. (En esa época se ignoraba la utilización industrial de la anchoveta que convirtió a Chimbote en el primer puerto pesquero del mundo).

A esas medidas internas se sumó un acontecimiento externo: el ataque japonés a la flota americana en Pearl Harbor, en diciembre de 1941, y el bloqueo al acceso a las fuentes de materias primas de interés bélico como la quina, el caucho, etc. De esta manera, el teatro de operaciones de la Segunda Guerra Mundial se extendió de Europa al Pacífico, América Latina y, en particular, la costa del Pacífico donde está situado el Perú, se convirtió en una zona de importancia estratégica para los Aliados.

Por eso los Estados Unidos convocaron una Reunión de Cancilleres de las Américas, en Río de Janeiro, la que instituyó el llamado Tratado de Asistencia Recíproca (TIAR). Ahí se acordó -entre otras cosas- establecer programas cooperativos de asistencia técnica y financiera en las zonas de interés para la producción de materias primas o de posible localización de bases aero-navales.

Casi todos los países de América latina firmaron convenios con EE.UU. para organizar y poner en funcionamiento los llamados Servicios Cooperativos en los sectores de la salud, educación, agricultura y empleo; con el fin de mejorar las condiciones sanitarias y niveles de vida de la población.

Así se originó en el campo de la salud este tipo de programa tanto en la Amazonía como en el puerto de Chimbote. Puerto que, por la configuración de su bahía y posición geográfica, se adecuaba a la instalación de una base naval; pero carecía de elementales servicios sanitarios (agua y alcantarillado) y debido a las lagunas que lo rodeaban, tenía altos índices de morbi-mortalidad por Malaria.

En esa época, y al término de mis estudios profesionales, me incorporé al Servicio Cooperativo de Salud Pública; entidad que me contrató para trabajar en Chimbote con la finalidad de participar en la evaluación de la construcción del hospital, los servicios de agua y alcantarillado, y la desecación de las lagunas.

Llegué a Chimbote el 5 de abril de 1943. Dicha ciudad contaba, según el censo de 1940, con 4,500 habitantes. Sin embargo, como ya la Corporación había comenzado la desecación de los pantanos y a construir el nuevo muelle, los altos hornos, algunas viviendas y los servicios de saneamiento; la población había crecido a unos 10,000 habitantes, ocasionando un déficit de vivienda y la consiguiente aparición de los barrios marginales.

La Corporación, previendo el crecimiento de la futura gran ciudad sobre la base de la industria siderúrgica, contrató un grupo de arquitectos americanos y peruanos para que trazaran el plano urbano y delimitaran las diversas zonas: industrial, residencial, comercial, recreaciones, etc. Este diseño fue facilitado por el antecedente de un proyecto urbanístico de Enrique Meiggs, concebido en la época que se construyó el ferrocarril de Chimbote a Huallanca.

Pero, como suele suceder en nuestro país, no se respetaron los planes; empezando por el hospital de La Caleta. Fue construido en plena zona industrial. Y se siguió la ejecución de otras obras en lugares inapropiados, deviniendo en el caos que hoy podemos observar.

El hospital fue edificado en una de los lugares más bellos, en esa época, la tranquila Caleta, cerca al nuevo muelle, frente a la isla Blanca y con unas playas de fina y limpia arena. Los ingenieros americanos del Servicio Cooperativo, quedaron maravillados por el lugar, e iniciaron las obras sin la autorización del Presidente de la Corporación, Sr. David Dasso, hombre enérgico y con gran poder político.

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Foto cortesía de: Juan Petitjean Christansen
En una de sus periódicas visitas, Dasso encontró la obra ya iniciada y con los cimientos puestos. A pesar de sus protestas, no pudo evitar la imposición de los ingenieros y prosiguió la construcción.

En esa época, la bahía era de una belleza impresionante; playas limpias, y un mar tranquilo de incomparable transparencia. De las islas que defendían la bahía, destacaba por su belleza la isla Blanca. Todo lo cual se observaba desde el precario malecón.

Este malecón tenía, en algunos tramos veredas de tablones -rezagos de los tiempos en que Enrique Meiggs construyó la vía férrea de Chimbote a Huallanca-, que le daba un aspecto similar a las ciudades del Oeste americano; lo mismo, que la estación del ferrocarril y algunas casas en el malecón y en la avenida Bolognesi y la plaza Grau, donde destacaba el antiguo muelle.

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Entre los principales establecimientos comerciales figuraban el hotel de Salomón Levy, las tiendas de Rodríguez Sawo, Miguel Mohana, Ghitis, la mercantil de Dn. Humberto Villanueva, la embotelladora de bebidas gaseosas «La Ancashina» de Dajes y Kaufmann, el restaurante de Armijo y algunos chifas y tres farmacias, las de Pomar, Dianderas y Farro.

En cuanto a la prestación de servicios sociales, estaba la llamada Asistencia Pública a cargo de un médico titular, funcionaba en el Municipio en la Plaza principal, una Capilla de madera en la avenida Pardo, a cargo del Párroco Moisés Chirinos, un servicio de alumbrado público del Sr. Helmayer, que proporcionaba energía eléctrica sumamente débil durante la noche, la oficina del Correo y Telégrafos en la Av. Bolognesi, el Club Social, y, por último, los prostíbulos: «La Casa Blanca» y «La Rosada», en las afueras de la ciudad.

También destacaban las avenidas y calles por su buen trazo y amplitud, aunque polvorientas. Fuera de la avenida Bolognesi -a la entrada de la población- por donde pasaba la carretera Panamericana que estaba asfaltada, todas las demás carecían de pavimento y hasta de veredas de concreto, solo algunas de ellas tenían tablones. Sin embargo, Chimbote era un lugar paradisíaco para el que gustaba de la naturaleza y de la belleza del mar, aunque carecía de los elementales servicios básicos.

Recuerdo a los pintorescos aguadores que llevaban el agua turbia a los domicilios desde las acequias de la campiña, en unas carretas con un cilindro de metal y tirados por un burro; la leche era traída desde Casma y al colarla, muchas veces, encontrábamos larvas de zancudos, señal inequívoca de que había sido «bautizada».

Igualmente, llamaba la atención el paso cada quince días -aproximadamente- de un burro que halaba una res al camal para ser beneficiada y sin que nadie lo guiara; le llamábamos «El Verdugo», pues conocía muy bien su función y el camino. En fin, largo sería enumerar tantos hechos pintorescos propios de un pueblo en formación.

Mientras se construía el hospital, trabajaba -como ya lo he dicho- en la aplicación de encuestas malariométricas para evaluar los resultados de las obras de desecación de las lagunas; a la vez, atendía a los trabajadores del Servicio y, posteriormente, a la población en general.

No contábamos con un local adecuado para la atención médica; por la escasez de viviendas, tuvimos que alquilar algunas habitaciones en un edificio de adobes de construcción precaria, propiedad de Don Juan Lecrere, ciudadano francés afincado en Chimbote.

Por la estrechez del local, el público que acudía al consultorio -que era gratuito- hacía «cola» en la calle, llamando la atención de los que llegaban a la ciudad. Año y medio trabajamos en esas condiciones mientras construían el hospital.

Al terminar las obras fui nombrado Director; y mi esposa, que era enfermera graduada, Enfermera Jefe. Empezamos por seleccionar y preparar a un grupo de auxiliares de enfermería y contratar al resto del personal para poner en funcionamiento las 32 camas disponibles.

Este grupo estaba conformado por 10 trabajadoras, al que se sumó dos auxiliares masculinos, posteriormente llegaron de Lima 3 enfermeras graduadas y un médico más, el Dr. Justo Romero Valenzuela. Con este personal se inauguró el Hospital La Caleta el 15 de mayo de 1945. A la ceremonia concurrió Manuel Prado Ugarteche, Presidente de la República.

Cuando inició sus actividades carecía de servicios básicos: Sala de Operaciones, Rayos X y Lavandería. Por tal razón, la atención era limitada. Al término de la II Guerra Mundial, el gobierno americano -que había contribuido en su inicio con dos millones de dólares para el Servicio Cooperativo de Salud- ya no tuvo interés en aportar más dinero para continuar las obras de saneamiento y equipar al hospital de los elementos indispensables; a pesar de que el Servicio siguió trabajando dentro del Ministerio de Salud varios años más, pero con muy pocos recursos.

Pasó más de un año, antes que la sala de operaciones, tuviera lo indispensable para su funcionamiento y se pudiera disponer de un pequeño aparato portátil de rayos X y un consultorio dental; pero nunca se contó con un adecuado equipo para lavandería, por lo menos, hasta el año 1948, cuando dejé de ser Director.

En ese lapso, nuestras actividades no se limitaron a la labor asistencial, sino, también a programas de prevención, mediante el establecimiento -dentro del hospital- de los consultorios: materno infantiles, escolar, enfermedades de transmisión sexual, etc.; otra de las actividades fue la de saneamiento. El Municipio cedió unos ambientes en su local para el trabajo de los Inspectores sanitarios y tres auxiliares de enfermería, a las que se les preparó para el trabajo de visitas domiciliarias, programa que, posteriormente, se reforzó con la llegada de una Enfermera de Salud Pública y una Educadora para la salud.​

Luego de la llegada de dos cirujanos se amplió la labor asistencial, cubriendo una necesidad apremiante; los accidentes ocurrían con cierta frecuencia, debido al incremento de las obras del puerto, de la siderúrgica, así como del tráfico de la carretera Panamericana.

Como lo señaláramos líneas arriba, la falta de interés del gobierno norteamericano, una vez terminada la guerra, en 1945, dejó truncas todas las obras que había emprendido con el objeto de hacer de Chimbote una ciudad dotada de todos los servicios básicos de saneamiento (agua, desagüe, desecación de lagunas).

Escasamente se llegó a la construcción de un pequeño reservorio, la perforación de un pozo, y la colocación de algunas tuberías para los servicios de agua y desagüe.

En cuanto a la desecación de los pantanos, tampoco las obras fueron terminadas, los canales de drenaje abiertos inconclusos, no cumplieron su finalidad; posteriormente, con la expansión de la ciudad, sirvieron de servicios de agua y desague a los asentamiento humanos de la periferia; se convirtieron en una fuente de infección, que causó más de una epidemia de enfermedades gastro intestinales. Afortunadamente, con el advenimiento del DDT en 1946, se realizó en Chimbote uno de los primeros ensayos en el Perú con lo que la Malaria desapareció.​

Al dejar Chimbote en 1948, aún no se utilizaba la anchoveta para la fabricación de harina de pescado; pero, ya se vislumbraba lo que sería la industria pesquera, pues se exportaba pescado salado así como hígado de bonito; todavía la bahía no había perdido su belleza y la contaminación del mar no era ostensible. Con el inicio de la industria pesquera, los sueños de la ciudad modelo industrial se difuminaron.

Los que conocimos Chimbote no podemos resignarnos a lo que hoy vemos; en aquel entonces, no existían movimientos ecológicos como los actuales, así como la legislación vigente sobre Medio Ambiente.

De haber sido así, tal vez se hubieran respetado los planes originales y se hubiera comprendido que una inversión en obras tan fundamentales, como las de saneamiento merecían la primera prioridad; pero eso es sólo una especulación, porque ni siquiera cuando surgió la riqueza de la pesca se asignaron para tales fines los recursos financieros provenientes del gobierno y de la industria.

Lo cierto es que hoy día, la insalubridad de Chimbote la hace peligrosa por la presencia de enfermedades gastro-intestinales y otras de carácter infeccioso. Lo que ha sido puesto en evidencia con ocasión de la epidemia del Cólera, ya que fue esa ciudad, precisamente, uno de los primeros focos y el más grande en el país, las condiciones propiciatorias estaban presentes.

Los que amamos la naturaleza, el mar y su conservación, añoramos el pasado, que para nosotros, los viejos, siempre fue mejor.

Esta es la historia sinóptica de un pequeño hospital que durante sus 50 años de existencia ha prestado valiosos servicios a la comunidad, siendo aún hoy al que más recurre la población. Y también es la historia de un sueño de lo que debió ser Chimbote. En nuestro sueño veíamos una ciudad limpia y bien trazada, hermosas playas libres de contaminación, un lindo malecón, con hoteles para turistas que llegarían en grandes cantidades a disfrutar del limpio y sereno mar y de las incomparables puestas de sol. Desgraciadamente, el despertar a la realidad nos llena de frustración y pesar, especialmente para los que trabajamos con mucha convicción y entusiasmo por la salud de su pueblo.

Quién sabe si aún ahora fuese posible dar cumplimiento cabal al Código del Medio Ambiente y la moderna legislación vigente para que la industria -que tanto se han beneficiado con la riqueza que genera el mar-, contribuya a corregir la degradación ocasionada al ambiente. Finalmente, una invocación: ponerle atajo a la repetición de la experiencia de Chimbote en otros lugares similares de nuestro país; como por ejemplo, la bahía de Paracas.

Creditos: Revista Peruana de Epidemología - Vol. 8 Nº 2 Julio 1995
 
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